Artículo de opinión de Calp - Columna 'Los lunes negros'
Vecino. El precio de no irse.
O de cómo una ciudad que se vendió como paraíso empieza a quedarse sin pueblo.
Vecino,
El otro dia, un compañero —abogado también— leía 1984 de George Orwell.
Me acerqué a saludar y, con la complicidad de los que viven el derecho y las palabras, le dije:
—Buen libro. Más que una novela, es un manual de instrucciones.
Levantó la vista y sonrió, aunque no del todo.
—Me está asustando —respondió—. Cuantas más páginas paso, más se parece a lo que vivimos.
Hablamos de Orwell, del poder, del miedo y de la vivienda.
De cómo el control ya no necesita censura, sino cálculo.
De cómo nadie te prohíbe hablar, pero muchos no pueden pagar el lugar donde hacerlo.
En ese instante comprendí que la distopía ya no necesita dictador:
le basta con un recibo elevado.
Que la opresión moderna no grita, cobra.
Y que, en Calp, el miedo ya no se impone con discursos,
sino con presión económica.
La nueva obediencia no necesita uniformes ni consignas.
Basta con una nómina corta y una factura larga.
En Calp, quien no tiene casa propia vive con la ansiedad del recibo.
Cada mes es un examen: pasar o marcharse.
Y quedarse ya no es rutina, sino resistencia.
El miedo antiguo gritaba.
El nuevo se cobra por domiciliación.
El otro día leí una noticia:
Calp ya es el único gran municipio de España donde los extranjeros son mayoría.
Un 53,1 % de sus habitantes procede de otros países.
No es un reproche.
Es un espejo.
Refleja hacia dónde vamos: un pueblo que se abre al mundo,
pero se vacía de los que lo levantaron.
Calp no se está muriendo.
Está mudando de piel.
Y en esa mudanza silenciosa,
cada precio, cada recibo y cada renuncia son una línea más
de este nuevo capítulo de 1984, versión inmobiliaria.
Todo empezó en 1998, con un Plan General pensado para 91.414 habitantes y 21.626 viviendas.
Entonces éramos quince mil, y soñábamos con crecer.
El suelo se abrió como un melón de oro,
y cada promesa política se medía en metros cuadrados.
Veintisiete años después, ese plan sigue mandando como un fósil.
Calp creció sin medida, se expandió sin dirección,
y el poder creyó que el territorio era infinito y el ciudadano, reemplazable.
El modelo no se derrumbó.
Se vendió.
El Saladar: frontera natural entre el pueblo y las salinas.
Pero en 2017 el Ayuntamiento eliminó el límite de alturas; en 2020, el TSJCV lo bendijo.
El cielo se volvió urbanizable.
Donde antes había contención, ahora hay torres con nombres de glamour anglosajón.
Precios entre 550.000 y 1,6 millones de euros.
El calpino medio quedó fuera del experimento desde el primer día.
El suelo dejó de ser local para volverse financiero.
Ya no pertenece a quien lo pisa, sino a quien lo capitaliza.
Cada torre usa las mismas calles, el mismo agua, la misma basura
que paga el vecino que no puede permitírsela.
El Saladar no es un triunfo del desarrollo, sino un monumento a la desigualdad.
Los datos son tercos.
El alquiler medio en Calp ronda los 1200 euros,
El salario medio apenas pasa de 1.300 euros.
Dos sueldos no bastan para hipotecarse.
Ningún banco financiará más de 195.000 euros,
pero los pisos nuevos en Saladar superan los 700.000.
Los de pueblo rozan los 400.000.
Y en primera línea, la cifra se mide en millones.
Para alcanzar una entrada de 160.000 euros,
un vecino que ahorre 300 euros al mes tardaría 44 años.
Si pudiera ahorrar 500, aún necesitaría 27 años.
Y eso sin contar tasas, IBI, basura o gasolina.
Calp se ha convertido en el escaparate donde miran los demás.
Pero detrás del escaparate, el pueblo que lo sostiene empieza a no reconocerse.
La casa ya no es refugio.
Es frontera.
¿De qué sirve los planes de igualdad ciudadana si no se puede habitar la tierra que creciste?
¿De qué sirve hablar de sostenibilidad si la gente trabaja en el sector servicios
no puede vivir en el municipio que mantiene en pie?
El poder no habla de vivienda porque el poder tiene techo.
Habla de lo que da visibilidad.
Publica su gestión como quien sube una story:
un filtro, una sonrisa y un hashtag.
#Transparencia. #Sostenibilidad. #Igualdad.
Tres palabras que valen menos que un metro cuadrado en Saladar.
La política local de 2025 se ha vuelto puro reflejo dopaminérgico:
postear, posar, prometer y volver a postear.
Una ficción amable, sin plan, sin mapa, sin futuro.
Y mientras tanto,
el calpino medio —ese que paga, que trabaja, que aún sueña—
mira cómo su pueblo se aleja dos calles cada año.
Las ayudas al alquiler juvenil suenan bien,
pero son respiradores sin oxígeno.
Parches que tapan una herida sin suturar.
Un joven puede recibir 1.200 euros, pero el alquiler medio es de 1.300.
¿Y luego qué?
El siguiente mes, la misma factura, la misma angustia, el mismo pueblo que envejece un año más.
El mensaje es claro: se premia el síntoma, no se cura la causa.
El poder local confunde presencia con acción.
Planifica en redes, no en despachos.
Publica más que gobierna.
Sustituye la estrategia por el gesto.
Se aprueban planes de igualdad, de sostenibilidad, de participación,
pero no hay un plan de vivienda real.
El urbanismo se ha convertido en story,
la gestión en reel,
y el presupuesto, en hashtag.
El poder comunica.
El pueblo calcula.
El Ayuntamiento mantiene uno de los IBI más altos de España
y una tasa de basura que se ha triplicado desde 2018.
Pagamos como ciudad rica para vivir con salarios de ciudad precaria.
Mientras tanto, la inflación eleva el coste de vida y ahoga cualquier expectativa.
Un hogar medio, con dos sueldos de 1.200 €, suma 2.400 al mes.
Una hipoteca de 190.000 € a treinta años absorbe el 30 % de esos ingresos.
Pero en Calp no existe vivienda por debajo de 400.000 €.
El resultado es matemático: quedarse es un lujo; marcharse, una condena.
No hay pancartas, ni desalojos masivos.
Solo contratos que no se renuevan, herencias vendidas, jóvenes que emigran con la maleta que antes usaban sus abuelos para venir.
El futuro no se promete: se alquila.
Y aquí, ya está reservado.
Por eso este lunes merece esta reflexión.
Para que quede escrita, como acta moral de un tiempo que aún puede cambiar.
Porque dentro de unos años, quizá un calpino desde otro lugar leerá estas líneas y pensará:
«Lo sabían, lo vieron venir, y no hicieron nada».
Aún estamos a tiempo.”
Vecino.
Este Lunes Negro no acusa, advierte.
Porque todavía hay tiempo.
Tiempo para entender que las ayudas no resuelven,
que la igualdad sin vivienda es retórica,
que el progreso sin planificación es sustitución.
No necesitamos más talleres de igualdad,
sino una ciudad donde poder ser iguales.
No más ayudas para sobrevivir,
sino un plan para vivir.
Porque una comunidad no se sostiene con subvenciones,
sino con pertenencia.
Y hoy, Calp pertenece más a los portales inmobiliarios
que a sus vecinos.
El mármol no grita.
Registra.
Y hoy deja constancia:
El poder regala parches.
El pueblo necesita suelo.
Y sin suelo,
no hay casa ni ciudad.
Una vez leído, no podrá ser desleído.

Francisco Ramón Perona García (@fran_rpg)
Jurista. Ciudadano. Incómodo.

Vecino,
El otro dia, un compañero —abogado también— leía 1984 de George Orwell.
Me acerqué a saludar y, con la complicidad de los que viven el derecho y las palabras, le dije:
—Buen libro. Más que una novela, es un manual de instrucciones.
Levantó la vista y sonrió, aunque no del todo.
—Me está asustando —respondió—. Cuantas más páginas paso, más se parece a lo que vivimos.
Hablamos de Orwell, del poder, del miedo y de la vivienda.
De cómo el control ya no necesita censura, sino cálculo.
De cómo nadie te prohíbe hablar, pero muchos no pueden pagar el lugar donde hacerlo.
En ese instante comprendí que la distopía ya no necesita dictador:
le basta con un recibo elevado.
Que la opresión moderna no grita, cobra.
Y que, en Calp, el miedo ya no se impone con discursos,
sino con presión económica.
La nueva obediencia no necesita uniformes ni consignas.
Basta con una nómina corta y una factura larga.
En Calp, quien no tiene casa propia vive con la ansiedad del recibo.
Cada mes es un examen: pasar o marcharse.
Y quedarse ya no es rutina, sino resistencia.
El miedo antiguo gritaba.
El nuevo se cobra por domiciliación.
El otro día leí una noticia:
Calp ya es el único gran municipio de España donde los extranjeros son mayoría.
Un 53,1 % de sus habitantes procede de otros países.
No es un reproche.
Es un espejo.
Refleja hacia dónde vamos: un pueblo que se abre al mundo,
pero se vacía de los que lo levantaron.
Calp no se está muriendo.
Está mudando de piel.
Y en esa mudanza silenciosa,
cada precio, cada recibo y cada renuncia son una línea más
de este nuevo capítulo de 1984, versión inmobiliaria.
Todo empezó en 1998, con un Plan General pensado para 91.414 habitantes y 21.626 viviendas.
Entonces éramos quince mil, y soñábamos con crecer.
El suelo se abrió como un melón de oro,
y cada promesa política se medía en metros cuadrados.
Veintisiete años después, ese plan sigue mandando como un fósil.
Calp creció sin medida, se expandió sin dirección,
y el poder creyó que el territorio era infinito y el ciudadano, reemplazable.
El modelo no se derrumbó.
Se vendió.
El Saladar: frontera natural entre el pueblo y las salinas.
Pero en 2017 el Ayuntamiento eliminó el límite de alturas; en 2020, el TSJCV lo bendijo.
El cielo se volvió urbanizable.
Donde antes había contención, ahora hay torres con nombres de glamour anglosajón.
Precios entre 550.000 y 1,6 millones de euros.
El calpino medio quedó fuera del experimento desde el primer día.
El suelo dejó de ser local para volverse financiero.
Ya no pertenece a quien lo pisa, sino a quien lo capitaliza.
Cada torre usa las mismas calles, el mismo agua, la misma basura
que paga el vecino que no puede permitírsela.
El Saladar no es un triunfo del desarrollo, sino un monumento a la desigualdad.
Los datos son tercos.
El alquiler medio en Calp ronda los 1200 euros,
El salario medio apenas pasa de 1.300 euros.
Dos sueldos no bastan para hipotecarse.
Ningún banco financiará más de 195.000 euros,
pero los pisos nuevos en Saladar superan los 700.000.
Los de pueblo rozan los 400.000.
Y en primera línea, la cifra se mide en millones.
Para alcanzar una entrada de 160.000 euros,
un vecino que ahorre 300 euros al mes tardaría 44 años.
Si pudiera ahorrar 500, aún necesitaría 27 años.
Y eso sin contar tasas, IBI, basura o gasolina.
Calp se ha convertido en el escaparate donde miran los demás.
Pero detrás del escaparate, el pueblo que lo sostiene empieza a no reconocerse.
La casa ya no es refugio.
Es frontera.
¿De qué sirve los planes de igualdad ciudadana si no se puede habitar la tierra que creciste?
¿De qué sirve hablar de sostenibilidad si la gente trabaja en el sector servicios
no puede vivir en el municipio que mantiene en pie?
El poder no habla de vivienda porque el poder tiene techo.
Habla de lo que da visibilidad.
Publica su gestión como quien sube una story:
un filtro, una sonrisa y un hashtag.
#Transparencia. #Sostenibilidad. #Igualdad.
Tres palabras que valen menos que un metro cuadrado en Saladar.
La política local de 2025 se ha vuelto puro reflejo dopaminérgico:
postear, posar, prometer y volver a postear.
Una ficción amable, sin plan, sin mapa, sin futuro.
Y mientras tanto,
el calpino medio —ese que paga, que trabaja, que aún sueña—
mira cómo su pueblo se aleja dos calles cada año.
Las ayudas al alquiler juvenil suenan bien,
pero son respiradores sin oxígeno.
Parches que tapan una herida sin suturar.
Un joven puede recibir 1.200 euros, pero el alquiler medio es de 1.300.
¿Y luego qué?
El siguiente mes, la misma factura, la misma angustia, el mismo pueblo que envejece un año más.
El mensaje es claro: se premia el síntoma, no se cura la causa.
El poder local confunde presencia con acción.
Planifica en redes, no en despachos.
Publica más que gobierna.
Sustituye la estrategia por el gesto.
Se aprueban planes de igualdad, de sostenibilidad, de participación,
pero no hay un plan de vivienda real.
El urbanismo se ha convertido en story,
la gestión en reel,
y el presupuesto, en hashtag.
El poder comunica.
El pueblo calcula.
El Ayuntamiento mantiene uno de los IBI más altos de España
y una tasa de basura que se ha triplicado desde 2018.
Pagamos como ciudad rica para vivir con salarios de ciudad precaria.
Mientras tanto, la inflación eleva el coste de vida y ahoga cualquier expectativa.
Un hogar medio, con dos sueldos de 1.200 €, suma 2.400 al mes.
Una hipoteca de 190.000 € a treinta años absorbe el 30 % de esos ingresos.
Pero en Calp no existe vivienda por debajo de 400.000 €.
El resultado es matemático: quedarse es un lujo; marcharse, una condena.
No hay pancartas, ni desalojos masivos.
Solo contratos que no se renuevan, herencias vendidas, jóvenes que emigran con la maleta que antes usaban sus abuelos para venir.
El futuro no se promete: se alquila.
Y aquí, ya está reservado.
Por eso este lunes merece esta reflexión.
Para que quede escrita, como acta moral de un tiempo que aún puede cambiar.
Porque dentro de unos años, quizá un calpino desde otro lugar leerá estas líneas y pensará:
«Lo sabían, lo vieron venir, y no hicieron nada».
Aún estamos a tiempo.”
Vecino.
Este Lunes Negro no acusa, advierte.
Porque todavía hay tiempo.
Tiempo para entender que las ayudas no resuelven,
que la igualdad sin vivienda es retórica,
que el progreso sin planificación es sustitución.
No necesitamos más talleres de igualdad,
sino una ciudad donde poder ser iguales.
No más ayudas para sobrevivir,
sino un plan para vivir.
Porque una comunidad no se sostiene con subvenciones,
sino con pertenencia.
Y hoy, Calp pertenece más a los portales inmobiliarios
que a sus vecinos.
El mármol no grita.
Registra.
Y hoy deja constancia:
El poder regala parches.
El pueblo necesita suelo.
Y sin suelo,
no hay casa ni ciudad.
Una vez leído, no podrá ser desleído.

Francisco Ramón Perona García (@fran_rpg)
Jurista. Ciudadano. Incómodo.

























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